¿NOS QUEREMOS MÁS O MENOS QUE HACE UNOS AÑOS?

 

 

El número de personas que se casan en España viene sufriendo cada año un descenso más que considerable como consecuencia, sin duda, de las nuevas tendencias entre gente joven o quienes ya han fracasado en un primer matrimonio, en cuanto a utilizar el antiguo sistema denominado de cohabitación, palabra esta que ha pasado a ser tildada de «antigua» en nuestro argot habitual. Hoy, en todo caso, la tendencia es a denominar este tipo de uniones no «bendecido» por la administración (civil o eclesiástica), como parejas de hecho.

Ello ha conllevado a comprobar que las familias en España se van pareciendo cada día más a las del Norte de Europa, de manera que la convergencia con aquellos países va siendo cada vez más acelerada, y ello, en sentido inverso, con una tasa de nupcialidad que tiende a erigirse como la más baja de los países de Europa.

Solo en el año 2009, el número de matrimonios celebrados en nuestro país fue de un 10,2% menos que el año anterior, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Téngase en cuenta que esta tendencia arranca en la práctica desde el año 1975, cuando se celebraron 270.000 matrimonios, y ello frente a los escasos 176.000 del año 2009.

Otro elemento, cuando menos curioso, es que de los matrimonios que se celebraron en el año 2010, cada vez más en su mayoría lo fueron tan solo civilmente, consolidándose la tendencia de ir abandonando el denominado llamado matrimonio por la Iglesia. De las celebraciones realizadas en tal año, el 57,6% lo fueron civilmente y tan solo el 40,7% lo fueron por la Iglesia católica.

Hay quien ha sostenido que la actual crisis económica y el enorme dispendio que para cualquier familia suele representar una boda, han sido las causas de este descenso de matrimonios formalizados, pero ello resulta poco creíble.

Entiendo que existen otras muchas causas y razones que resultan fundamentales para justificar esta tendencia, entre las que cabe considerar el hecho de la convivencia marital entre gente soltera o divorciada, algo antes poco aceptado por la sociedad encorsetada por la influencia de la Iglesia católica, y por la fuerte influencia de modelo de familia tradicional, a lo que se debe unir la legalización del matrimonio homosexual, y la fuerte tendencia a una falta de fecundidad en las parejas, lo que de alguna forma no les impulsa a «legalizar» su status de pareja de hecho cuando aparecen los hijos en tal nuevo núcleo familiar.

A ello no hay que olvidar un importante grupo de ciudadanos, quienes han sufrido una primera ruptura matrimonial y que, ya libres de aquel primer vínculo, tienen una serie de prejuicios tendentes a una posible nueva boda, sobre todo si de su primera unión se ha producido un importante desgaste emocional y/o económico, los cuales prefieren reiniciar cualquier relación de aquella forma que en castizo se denomina «sin papeles», algo que la sociedad tiene perfectamente asumido y que ha provocado que, en la actualidad, por debajo de los 30 años, la convivencia sin matrimonio alcance al 50% de las parejas.

Lo que resulta pues innegable es que los nuevos comportamientos y las formas de familia menos tradicionales están cada vez más asimilados por amplias capas de la sociedad, comprobando que la tolerancia sobre esas nuevas formas de unión sean prácticamente aceptadas de forma notable, siendo una prueba más de tal hecho el que se haya duplicado el porcentaje de hijos nacidos de madres no casadas, ya que en el año 1997 era de escasamente un 13,1%, frente a un 30,2% en el año 2007.

Y ello tiene también su justificación en otro fenómeno social que no puede pasar inadvertido, coincidente con la cada vez más introducida cohabitación juvenil, algo que arrancó en los años cincuenta en los campus universitarios norteamericanos, para extenderse cada vez más en toda Europa, convirtiéndose en un modo alternativo de vida en pareja frente al matrimonio.

Es evidente que, cada vez con mayor frecuencia, la gente joven, incluso parejas formadas en la universidad, y que siguieron juntos tras su licenciatura, se preocupan cada vez menos por «formalizar» su relación.

Existen una serie de razones o justificaciones a que se den situaciones de estas características, entre las que destacan la iniciación sexual cada vez más temprana, el retraso en la edad del matrimonio y de alguna manera la desaparición del estigma de la madre no casada, que contribuyen sin duda a la decisión de muchos jóvenes a iniciar una vida en común, de manera que, cada vez más, los mismos no acaban de ver diferencias fundamentales entre tener o no «papeles», que es lo que en definitiva, y desde un punto de vista poco profundo, se convierte el estar o no casados.

Así, los últimos estudios sostienen que el 42% de los jóvenes que optan por la convivencia marital sin matrimonio manifiesta no creer en los compromisos escritos, mientras que el 34% declara explícitamente no creer en el matrimonio.

Sin embargo, existe otro importante grupo de sujetos que sostiene que la decisión de iniciar una convivencia sin matrimonio obedecía a su interés por conocerse previamente, como si se tratara de una pareja a prueba, y así piensa casi un 41%, en tanto que un 62% se limita a manifestar que se trata de una decisión simplemente más cómoda que el sistema tradicional de la celebración social de un enlace matrimonial.

No hay que olvidar sin embargo que, entre los jóvenes, lo que es una sensación cada vez más arraigada es que el matrimonio ya no es para siempre, sensación cada vez más instaurada entre jóvenes cuyos padres ya se habían separado o divorciado, de manera que en absoluto creen que la firma oficial de un compromiso garantice la estabilidad de la pareja.

Cada vez más los jóvenes tienen miedo a ese compromiso, y por eso están más cómodos con la decisión de convivir. Así hacerlo, sin que medie documento, constata que existe cada vez más un sentimiento de desconfianza hacia las instituciones, tanto a la Iglesia como a los organismos del Estado. No necesitan bendecir su relación de pareja por estamentos superiores, ya que el compromiso es entre los dos.

Sin embargo todas estas cuestiones, el temor, la inseguridad, el no creer en «los papeles», y ese largo etcétera derivado de la decisión de escoger como modelo de vida la relación de convivencia o pareja de hecho, se ha venido abajo como consecuencia de la invasión en las vidas de esas personas por parte de la Administración. Lo que se buscó en un inicio por parte del Legislador, evitar situaciones presuntamente injustas para equiparar a las personas con iguales derechos, ha dado lugar a que en la actualidad la mayor parte de los sistemas legales de las Autonomías invadan la libertad de las personas para acabar considerándolas con tratamientos equivalentes, con independencia de que estén o no casadas.

La mayoría de las legislaciones imponen a quienes conviven juntos una serie de derechos, pero también de obligaciones, a pesar de que la mayoría no deseen compromisos más allá de sus libertades, y ello evidentemente ha provocado una huida de aquellos quienes estaban por formar parejas de hecho hacia nuevas formas de convivencia que les aparten de esa obsesión de la Administración por invadir cada vez más su intimidad.

Y es en ese contexto en el que aparecen en mayor número quienes optan por la fórmula de convivencia por separado. Es lo que se ha dado en llamar Living apart together, los llamados LAT, cada vez más habitual en países de cultura más avanzada o con una tradición divorcista ya consolidada.

En este contexto, se comprueba que tal vía de «convivencia» se da particularmente más entre personas que ya han probado una convivencia estable, con o sin matrimonio, con lo que es bastante inusual entre los jóvenes, quienes aún viven con ilusión su primera experiencia de convivencia bajo el mismo techo. Recientemente un estudio realizado en el Reino Unido señalaba que la fórmula de los LAT se daba fundamentalmente entre sujetos de nivel educativo alto, con residencia en grandes ciudades y en su mayoría con un matrimonio ya anteriormente roto.

En ese contexto se ha comprobado que, según el Censo del año 2001, hay una importante proporción de mujeres con alto nivel educativo que prefieren la convivencia en pareja antes que el matrimonio. Concretamente, el 21,5% de las mujeres que convivían en parejas de hecho en dicho año tenían estudios universitarios, frente al 17,6% de las mujeres casadas.

En definitiva, lo único cierto es que el amor entre personas se mantiene, sigue, existe, no está enfermo, y lo único que podemos concluir es que las formas de su constatación van cambiando al paso de los tiempos, como no podría ser de otra forma. Quienes vivimos en el día a día los problemas del desamor, sus crisis, sus procesos judiciales, las separaciones, los divorcios, constatamos que así es. El ser humano ha nacido para amar, para estimarse, da igual con qué forma, con qué título. Lo que importa es eso, quererse, amarse… aunque sea para toda la vida.

MIÑARRO ABOGADOS