MENTIRAS JURÍDICAS DE USO COMÚN

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«No hay mayor mentira que la verdad mal entendida”

William James

 

1. Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

 

Preguntarse si es ésta una de las grandes mentiras procesales pasa por establecer qué es la inocencia en el proceso jurisdiccional; en particular, qué significa ser “penalmente inocente”. Vaya por delante que cabe omitir “culpabilidad” como término tradicional de sólo una parte de la teoría del delito, pese a que se acostumbre a equiparar culpable con condenado y no culpable con absuelto. Dejando a un lado que la presunción de inocencia no se limita al proceso penal o administrativo sancionador (el constituyente no lo restringió en el art. 24.2 CE), es en el ámbito de la sanción penal o administrativa donde la doctrina constitucional y de autores ha profundizado, con multitud de variaciones en el ámbito de la jurisprudencia penal y administrativa. Y en ese ámbito concreto, sin discusión, es falso que cualquier persona tenga derecho a que se le presuma inocente, reclamando de quien le acusa la acreditación de lo que afirma. Ello es así porque, merced a la configuración legal del derecho a la tutela judicial efectiva, se ha otorgado carta de naturaleza a un sistema de alegación y prueba donde el acusador tiene una obligación exclusivamente limitada a la tipicidad, lo que ha venido extendiéndose al Derecho administrativo con matizaciones incluso más radicales contra administrado. Si atendemos a una descripción clásica de la teoría del injusto penal, según la cual éste es el acto humano típicamente antijurídico y culpable, nos daremos cuenta de la auténtica inversión del onus probandi que obliga al inocente a demostrar, tanto la ausencia de comportamiento humano voluntario como la existencia de causas de justificación o la falta de culpabilidad.

 

Las sentencias penales no declaran la inocencia, pero resulta obvio que la absolución penal, donde se impone que el sujeto no es culpable, conduce a entender que no se ha desvirtuado aquella garantía de presunción, esto es, que el sujeto “sigue” inocente porque no se ha probado en contrario. Pero contra la dicha regla convertida en derecho constitucional fundamental, lo que hay en primer lugar es una presunción contra reo de que lo incriminado fue un comportamiento humano voluntario, sea por acción o por omisión. Si el presunto inocente desea que su “inocencia” se mantenga en virtud de la falta de acción humana, tendrá que demostrarlo. Del mismo modo, hay una presunción contra reo sobre inexistencia de las causas de justificación. Si el presunto inocente desea mantener su estatus inicial deberá demostrar que actuó bajo una causa de justificación. En igual sentido, es el propio presunto inocente el que debe demostrar que lo era por estar bajo una circunstancia modificativa de la responsabilidad criminal eximente. En todos esos supuestos debe concluirse que, bajo el punto de vista penal, el sujeto es inocente y no puede ser condenado. Esos supuestos, sin embargo, no se presumen en su favor.

 

Es más, incluso en el ámbito de la tipicidad se sostienen presunciones contra el reo al obligarle a demostrar la hipótesis del descargo. Sea en cuanto al tipo objetivo –por presumir su capacidad económica para abonar una pensión de alimentos por el hecho de que años la tuvo, según una sentencia civil que incluso pudo dictarse como mera homologación de una convenio entre partes sin real asistencia jurídica para uno–, sea en cuanto al tipo subjetivo –por considerar que en determinadas circunstancias objetivas el ánimo de lucro, o de lesionar, o de matar, o de dañar, se encuentra incorporado a la acción. Parece que las dificultades en el Derecho probatorio, en ocasiones bajo el enfrentamiento a una probatio diabólica para el acusador –a modo de la enorme dificultad de probar los hechos negativos–, contribuyen a delimitar el pretendido concepto de presunción de inocencia contra lo que cualquier destinatario indirecto de las normas penales entendería. Es más, en alguno de los ejemplos expuestos vemos incluso de qué modo es el acusado quien debe probar el hecho negativo: la incapacidad económica; cuando resulta más lógica la prueba de la capacidad, donde no basta alegar, acaso, una economía sumergida ayuna de datos constatables, exigiendo al sujeto que demuestre no percibir dinero negro.

 

Salvo acaso en los desvíos que se padecen en el terreno de la tipicidad parcialmente presunta, no se trata de criticar la lógica procesal del sistema establecido. No en vano algunos paradigmas sustantivos relajan el control judicial exigible; por ejemplo la presunción de capacidad civil propia de la mayoría de edad, en este caso una presunción elaborada fundamentalmente para favorecer a la persona física. Lo importante es situar en su justa medida la auténtica presunción de inocencia, nunca general sino muy limitada, en exclusiva, y siquiera totalmente, al terreno de la tipicidad. Y recuérdese que la duda razonable sólo opera en pos del reo en este último aspecto, el de la tipicidad, nunca en pro de atenuaciones, inexigibilidades, causas de justificación o ausencia del comportamiento humano voluntario.

 

En fin, la presunción de inocencia no existe más que bajo una “inocencia” singularmente restringida al tipo penal –y por extensión administrativo–, no al resto de elementos de la antijuridicidad, y mucho menos de la culpabilidad, como tampoco a la parte subjetiva de la tipicidad en muchos casos. Con todo, el (mal) uso de la presunción de inocencia permite justificar la absolución del condenado en primera instancia soslayando la prueba directa no inmediada ad quem, una perversa desviación contra la jurisprudencia constitucional y que convierte la presunción de inocencia en algo que en absoluto es, superando cualquier límite imaginable desde el punto de vista jurídico para lo que acaba de explicarse .

 

2. La inactividad del acusado impone que la acusación demuestre los cargos vertidos en su contra.

 

Al margen de lo que acaba de exponerse, no cabe olvidar la falsa afirmación de que el silencio o la inactividad viene a ser un derecho de la defensa que, en sentido propio, impediría perjudicar lo más mínimo al interesado. Pero no es así, porque la jurisprudencia ha venido elaborando un uso acusatorio del valor del silencio contra el acusado que lo utiliza, y aunque normalmente no es suficiente para articular la motivación de un fallo condenatorio, no pocas veces sirve para contribuir o corroborar éste, permitiendo una motivación que de otro modo resultaría insuficiente (cfr. STS 176/2008, 24-IV, rec. 1852/07; planteamiento ampliado en la jurisprudencia menor). Del mismo modo, si bien callar ante la expectativa de una prescripción extintiva, como lógico derecho, puede no conseguirse, parece que una dilación indebida y extraordinaria tampoco beneficiaría al imputado o acusado inactivo, como atenuante. El Tribunal Constitucional ha refrendado que el propio inculpado habría tenido que denunciar el retraso –para él beneficioso, no se olvide–, cuando el obligado al impulso del procedimiento es el órgano judicial y la mera pasividad de la parte interesada no puede considerarse causa invalidante de la atenuación, simple o cualificada, pues no es así a tenor de la redacción del art. 21.6 CP .

 

3. La fe pública procesal es garantía de la seguridad jurídica.

 

El gran paradigma del fedatario no se sostiene a vista de la práctica del foro, tanto antaño como ahora. El testimonio caracteriza la fe pública documental, pero debiéramos preguntarnos si tan alta responsabilidad se ejecuta realmente por el único sujeto que puede cotejar y testimoniar, tarea ésta indelegable. Poderes y copias llegan de continuo a las oficinas judiciales donde un secretario judicial debería operar directamente su fe profesional. En ocasiones, quizá mayoritarias, la tarea se gestiona por el auxilio en ventanilla, o un tramitador o un gestor dentro de la sección, sin perjuicio que la firma de lo testimoniado sea, efectivamente, del fedatario público, que no ha visto el concreto cotejo previo. Cuando casos flagrantes se han puesto de manifiesto –por ejemplo a través de las facultades reconocidas a los jueces decanos–, la respuesta se ha ubicado en que el personal jurisdiccional carece de competencia en el ámbito competencial del secretario judicial, quien debe gestionar sus funciones ajeno al anterior .

 

La grabación audiovisual de los juicios orales, por su parte, ha relativizado la labor del secretario judicial y las actas que con él acaso se levantarían y sin él se conforman con la misma grabación y una diligencia que la verifica, aunque ni haya estado a su comienzo ni a su final, siquiera necesariamente en la oficina judicial durante la celebración del juicio, que tampoco ha visto por sistema de circuito cerrado alguno en tiempo real. La visión de los primeros minutos de una grabación de un juicio, no siempre el mismo día en que la copia de la misma se obtiene, es lo que el secretario judicial quizá llegue a ver, ex post, para luego y sobre ello otorgar fe pública. Y qué decir de las diligencias de constancia, a presencia o telefónicas, que en la mecánica habitual de los juzgados las realizan gestores y tramitadores, sino el propio auxilio judicial. Claro está que siquiera las notificaciones judiciales se verifican por los secretarios judiciales, ni delegadamente la recepción de recibos de la entrega, que se remiten a las oficinas judiciales días después: en puridad no se sabe cuándo se sellaron en el Colegio de procuradores correspondiente, pues no hay ninguna fe pública sobre ello, baluarte indiscutible de la auténtica seguridad jurídica sobre el particular.

 

Cualquier letrado en ejercicio puede verificar bien a menudo, además, la gran cantidad de diligencias de investigación penal donde, aun cuando incluso esté presente el juez instructor –por ejemplo en declaraciones de imputados–, no lo haga el secretario judicial, que más tarde firmará la diligencia como si hubiera estado; dando fe, por cierto, de todos los demás que, en principio, parece que tuvieron que estar.

 

Alertando sobre la distribución física de los juzgados, con estantes sin puertas y armarios sin cerrar por todas partes, conviene recordar que la fe pública tampoco impone actos de fe, en el sentido de que el secretario judicial pueda hacer constar datos incompletos y diligenciar una valoración sobre esos datos, sin que nadie pueda verificar esto último por no disponer de aquellos completos al ser devueltos los documentos que los soportan bajo un singular entendimiento de la ley de protección de datos. Imaginemos la petición de suspensión de una vista por enfermedad, concedida por el secretario judicial que sin embargo excluye de la causa la justificación documental de aquélla, sustituyéndola por una diligencia en la que expone que el paciente lo es por enfermedad “muy grave” que le impide –valora el fedatario– acudir a un juicio. La discusión de esa decisión sería ciega para cualquiera, no sólo quien tiene derecho a impugnarla. Al resultar una motivación insuficiente y no contrastable, en vía de recurso el propio juez no sabría siquiera qué enfermedad, ni contrastar la correcta apreciación –y no sólo valoración– de la misma por el fedatario. La fe pública basta cuando se trata de indicar lo que ocurre en una comparecencia o vista, lo que por cierto incluye la identificación de intervinientes en los juicios –en ninguna norma se exige la firma del acta escrita por parte de profesionales, partes, testigos o peritos a quienes de continúo se les ha venido exigiendo–. Un documento acreditativo de una afirmación o solicitud se testimonia por copia íntegra, no a través de una manifestación de contenidos elaborada por el secretario que además puede ser incompleta, sesgada o simplemente errónea.

 

4. El reparto de asuntos penales se regula desde el servicio del juzgado de guardia

 

Clarificar la conveniencia de que no se estén repartiendo los asuntos según establece el art. 167.2 LOPJ ha venido generando discrepancias muy significativas entre algunos juzgados decanos y jueces de instrucción o entre estos directamente. A menudo se considera que una providencia (o incluso una diligencia de ordenación) dictada en el juzgado de guardia es útil para distribuir asuntos al resto de los juzgados del partido o, en su caso, a otros juzgados instructores fuera del mismo, lo que no debe considerarse una inhibición, sino un acto de reparto ordinario penal ajeno a las atribuciones de la guardia.

 

A pesar de que el registro informatizado derivado del servicio de guardia corresponde al juzgado de instrucción en funciones de guardia, la distribución de los asuntos constituye aplicación de las normas de reparto y, en sentido propio, según la LOPJ, competencia del Juzgado decano, ahora actuante a través de un servicio común; nunca del juzgado en funciones de guardia que sin embargo emite resoluciones por las que en realidad reparte asuntos penales en un mismo partido judicial como si fuese decano. Y si se tratase de una inhibición cuando se remiten las causas fuera del propio partido judicial, no se cumpliría lo prevenido en el art. 25 LECr –tampoco se folian actuaciones remitidas–, no hay resolución judicial por la que se habría incoado en el Juzgado de origen un procedimiento penal, ni puede el instructor que recibe la causa analizar su propia competencia territorial a partir de una mera providencia –en absoluto motivada – o una diligencia –como si se tratase de un reparto ordenado por un secretario decano para distribución de asuntos dentro de un mismo partido judicial– en vez del correspondiente auto de inhibición y lo que comporta.

 

5. El juez competente de la causa es el competente para resolver sobre la situación personal del detenido, aunque no esté a su disposición.

 

Considerar que la mera atribución competencial de la causa penal supone que el juez competente tiene a disposición al imputado detenido en otro lugar, es caer en una mentira procesal que propicia una práctica significativamente incorrecta entre los órganos judiciales implicados. Cuando una busca y captura tiene éxito pero no es posible trasladar al detenido hasta el órgano judicial competente –que podría hacerse en el plazo de detención legalmente previsto–, el juez en funciones de guardia del lugar en el que la detención se produce suele ser, por lo general, quien atiende a la puesta a disposición física del sujeto, debiendo por ello resolver sobre su situación personal. En ese caso no se activa el art. 497 II LECr porque el juez (competente de la causa) que ordenó la detención no ha recibido la entrega del sujeto, que es el postulado de principio previsto en el art. 497 I LECr. De ahí que quien debe resolver sobre la situación personal del sujeto ha de ser el juzgado de instrucción que por el servicio de guardia tiene a su real disposición al detenido, no el juez competente que a kilómetros de distancia lo es de la causa.

 

El sistema de cooperación judicial entre órganos judiciales supone que lo solicitado por este último deba llevarse a cabo por el anterior, lo que en muchas ocasiones exige –a exigencias del juzgado de guardia– la formalidad del exhorto –dirigido directamente a aquél, no bajo el reparto ordinario que en puridad procedería–. Cuando se trate de requerir o de notificar, con o sin él innecesario exhorto, el juzgado de guardia requerido por la labor que genera una busca y captura existosa puede considerar que ha finalizado la labor que le es propia, solicitando del requirente (el juzgado competente para la causa en la que se generó la requisitoria), el dictado de un auto de libertad con o sin cautelas adicionales. Y a menudo este segundo juzgado, sin tener a su disposición al detenido, decide indebidamente sobre su inevitable libertad.

 

Nótese que, en ocasiones, y por petición de la Fiscalía, la ausencia al juicio oral supone la orden de ingreso en prisión provisional del ausente, sin previa comparecencia del art. 505 LECr, que se activaría ex post. En esos casos ya existiría una resolución judicial, a menudo firme, y no debe volver a dictarse otra para que sea cumplida. El juez de guardia sería mero ejecutor material de la resolución judicial emitida por el juez competente. En la mayoría de los casos, sin embargo, la busca y captura no se vincula a un mantenimiento de la privación de libertad, sino a una detención precisamente limitada a una actuación procesal que, una vez hecha, no permite mantener al sujeto privado de libertad ni por un segundo. El empeño que entonces muestran algunos jueces o juezas de instrucción en que sea el juzgado requirente quien dicte el auto de libertad provisional –un sencillo modelo que, de hecho, simplemente firmarían los primeros– alarga la efectiva puesta en libertad del individuo. En ese tipo de situaciones es obvio que quien tiene a su disposición al detenido es quien debe resolver sobre su situación personal, mediando o no la actividad requerida por quien ordenó su busca y captura para un concreto objetivo, no para mantener su detención tras ser aquél cumplido.

 

Si el juez de guardia postergara la decisión sería el único responsable de una privación de libertad en realidad ilegal, por carecer de toda base jurídica una vez cumplimentado el sentido de la busca y captura. En éstas conviene especificar el motivo de la requisitoria, porque si bien a veces el juzgado de guardia puede contactar con el requirente –habitualmente en las mañanas de los días hábiles– no hacerlo tampoco debiera impedir cumplir con lo instado conocido. Suele establecerse que en cada partido judicial se haya de remitir el conjunto de buscas al juzgado o juzgados de guardia en días festivos o de fin de semana, para que en estos se pueda llevar a cabo lo diligenciado. Con todo, los propios fiscales alegan imposibilidad de cumplir con las requisitorias en las que se apunta la comparecencia del art. 505 LECr, por no disponer de la causa toda –naturalmente, en las fiscalías no parece haber una comunicación al fiscal de guardia o disponibilidad de éste sobre los motivos que llevaron a solicitar la prisión provisional o, cuando menos, la dicha comparecencia–. Detenido y a disposición en hora hábil sería posible, a través de los sistemas telemáticos de comunicación –por ejemplo con la videoconferencia–, que el juzgado competente llevara a cabo por sí mismo la comparecencia del art. 505 LECr, único caso en el que, obviamente, resolvería también sobre la situación personal del sujeto.

 

No es infrecuente que los juzgados de guardia decidan citar al detenido ante el juez competente el próximo día hábil siguiente. Al menos, muchos de ellos acuerdan a la par su libertad. Y aunque esto suponga, en un alto índice estadístico, que el competente vuelva a ordenar su busca y captura tras una ulterior inasistencia del citado, evita indebidos mantenimientos de la detención.

6. Las comparecencias apud acta no son medidas cautelares

 

Así lo ha considerado con reiteración el Ministerio fiscal, que por consiguiente descarta la afectación ambulatoria de la libertad personal que con las comparecencias apud acta se produce, anulando cualquier hipótesis de quebrantamiento de medida cautelar cuando, como por otra parte es muy habitual, se incumplen las comparencias ordenadas. No parece que sea éste un tema definido con claridad en la normativa procesal, que en cualquier caso no debiera confundirse con las genéricas obligaciones procesales del inculpado.

 

Lamentablemente se asiste a un gran número de modelos formularios de autos de libertad provisional sin fianza que incluyen la comparecencia del detenido puesto en libertad los días 1 y 15 de cada mes u otros, muchas veces sin motivación específica de la dicha decisión. Tras la instrucción de las causas penales se puede examinar con facilidad de qué modo el juzgado instructor no verifica el cumplimento de sus propias medidas “no cautelares” de comparecencia, cuando su fundamento último se residencia en la nota asegurativa; hermana menor del riesgo de fuga como finalidad de la prisión preventiva. Es lo cierto que, cuando el delito investigado permite la prisión provisional, el incumplimiento de la comparecencia apud acta, al igual que cualquier llamamiento, pudiera significar una comparecencia del art. 505 LECr –incluso la prisión provisional directa y la comparecencia a posteriori, en tesis de no pocos fiscales y jueces. La base normativa para una orden directa de ingreso en prisión preventiva está en la inasistencia del citado para la comparecencia del art. 505 LECr. En otro caso es ésta la precedente a una decisión de tal índole, y no son pocas veces que el propio Ministerio fiscal, ante las explicaciones del interesado –y no siempre acreditadas– decide no instar la medida cautelar personal de privación de libertad. En esos casos, de haberse aceptado por el juez  la petición de ingreso en prisión tan pronto fuese el sujeto hallado, hasta la celebración de la comparecencia podrían haber transcurrido varios días de privación de libertad sin auténtica motivación, porque sin su audiencia se desconocía una eventual razón justificativa de la ausencia al juicio o cualesquiera otro llamamiento judicial incumplido.

 

Cuando lo investigado impide la prisión provisional –según exigencias del art. 503 LECr–, incumplir con las comparecencias apud acta carece de cualquier virtualidad práctica y legal: nada le puede pasar al sujeto pasivo del proceso que no acuda a firmar cada quince días porque nada está quebrantando y esa “no cautela” tampoco puede agravarse o transformarse en la prisión provisional. Tampoco consta, a vista de las comunes instrucciones penales, verificación de lo que sí son obligaciones procesales, como el hecho de comunicar cambios de residencia –muchas veces el primer domicilio indicado ya es falso, al igual que números de teléfono u otros datos para nada contrastados de ninguna manera–, o de los testigos en hacer lo mismo, para quienes siquiera se cumple con informarles de que el legislador ordinario lo ha querido así (art. 446 LECr, en relación art. 447 LECr).

 

Al llegar la causa “instruida” ante el juez juzgador, por lo tanto, junto con el cúmulo de imperfecciones que impondrán un trabajo adicional absolutamente indebido –buscar los nuevos domicilios de acusados y testigos, por ejemplo–, carece de sentido mantener comparecencias apud acta que nada aportan, ni permiten ninguna consecuencia efectiva en el proceso y que, a no ser por la unilateral voluntad del propio interesado, puede que ni se cumplan o que su cumplimiento haya sido abiertamente irregular.

 

En algunos partidos judiciales con guardias de permanencia puede desconocerse que en otros funciona la disponibilidad, por lo que en ocasiones los primeros intentan comunicar con un teléfono fijo inútil y, como nadie contesta, citan al detenido para el siguiente día hábil, poniéndolo en libertad sin proceder, por ejemplo, a la notificación que dio lugar a la busca. La opción, en cualquier caso, salvaguarda la libertad personal del sujeto, no así cuando el juzgado que recibe al detenido ordena su ingreso en prisión o mantiene, simplemente, la detención hasta el máximo legal si es preciso, para que en la primera hora hábil decida directamente, y sin necesidad, el juzgado competente.

 

7. La detención puede prorrogarse en cualquier procedimiento penal.

 

Poder, poder, se puede; porque se hace de continuo. La cuestión es si se trata de una mentira procesal afincada como verdad indiscutible del “siempre se ha hecho así”. La prórroga de la detención, además de inútil porque suele efectuarse tomando el cómputo de la privación policial (art. 17.2 CE), no desde la puesta a disposición judicial –donde comienzan las 72 horas ex art. 497 I LECr–, sólo existe en el sumario, pero no para el órgano judicial, sino para la policía (previa autorización del juez y por un máximo de 48 horas adicionales; art. 520 bis.1 LECr).

 

Por la afectación al derecho fundamental de libertad no parece viable extender el tiempo máximo de privación de libertad cuando el sujeto se entrega al juez. En cualquier caso, menos aún podría extrapolarse a supuestos que no sean graves, como el del procedimiento abreviado o urgente por delito –es decir, injustos no referidos en el art. 384 bis LECr–. Efectivamente, en la práctica no es extraño que el Ministerio fiscal inste la prórroga a pocas horas de la puesta a disposición judicial, o el juez instructor la considere de oficio, a fin de posponer su decisión sobre la libertad provisional del sujeto o, por el contrario, una medida cautelar personal más gravosa; normalmente para permitir la práctica de determinadas diligencias que no pueden tener lugar el mismo día de la puesta a disposición del detenido. Sin embargo, es en el momento de la entrega a la autoridad judicial del sujeto cuando comienza el plazo legal máximo antes dicho. Esto significa que, para postergar resolver sobre la situación personal del individuo no haría falta prorrogar nada, simplemente motivar, acaso, el por qué no se resuelve de inmediato y se pospone la decisión para el día siguiente o incluso dos días después, cuando vencerán las 72 horas aludidas. Téngase presente que existe un límite intrínseco muy inferior, basado en la indispensabilidad de la privación de libertad, y si bien el art. 17.2 CE se dirige a la Policía, no al Juez, éste ha de razonar con solvencia el motivo por el cual no decide de inmediato sobre la situación personal de quien está a su disposición.

 

En la práctica, además, se anticipan tácitamente las prórrogas indebidas cuando se amplían también incorrectamente los plazos de detención policial, bien por orden directa nacida en el Juzgado, bien incluso a través de protocolos institucionalizados. De esta manera, en determinados partidos judiciales donde sólo se entregan detenidos por la mañana, quien podría haber sido puesto a disposición judicial una tarde deberá esperar al día siguiente. Por supuesto, si algunos partidos judiciales ciertos días ya se encuentran excluidos de la entrega de detenidos –imaginemos, por ejemplo, los domingos–, quien pudo ser puesto a disposición en la tarde de un sábado lo será el lunes por la mañana. A ello se suman las peculiaridades de los servicios de atención letrada al detenido, que si bien legalmente disponen de ocho horas para acudir al llamamiento policial y en absoluto las agotan, no es menos cierto que determinadas prácticas impiden que el letrado sea inmediatamente llamado para la asistencia del detenido, por ejemplo a determinadas horas de la noche, dilatando la dicha llamada a partir, por ejemplo, de las ocho de la mañana siguiente, desde donde comenzarán a computar las ya referidas ocho horas que, debe insistirse, ni mucho menos suelen apurarse.

 

8. El legitimado civil siempre puede personarse como parte penal.

 

No es infrecuente que una compañía de seguros acuse y pretenda sanciones penales cuando, en realidad, sólo puede pretender un resarcimiento civil de lo anticipado al auténtico perjudicado, por un hecho que es tanto ilícito penal como civil. Se trata de la responsabilidad civil por repetición, donde quien reclama siquiera es auténtico perjudicado sino subrogado de éste. Ocurre igualmente con las entidades bancarias que satisfacen lo estafado a sus clientes, estos últimos las auténticas víctimas del injusto penal y potenciales demandantes civiles contra el estafador o incluso acusadores particulares. En uno y otro ejemplo, entre otros, estas personas jurídicas se configuran desde la sede instructora como acusación particular, afirmando su legitimación procesal penal en virtud de un abono extrajudicial que en puridad se limita al objeto civil acumulado: pagan a su asegurado por la culpa de otro; satisfacen los reintegros o transferencias inconsentidas de un cliente, etcétera.

 

Estos sujetos jurídicos encuentran con relativa facilidad apoyos de jurisprudencia menor que les permiten erigirse en lo que no son, partes penales del enjuiciamiento criminal (algún sector de letrados acostumbra a citar el AAP Barcelona, Secc. 8ª, 10-VI-2008, rollo 275). Debe señalarse que la única vinculación de estas entidades surge bien después de la consumación del tipo penal, resultando ontológicamente imposible que puedan considerarse víctimas u ofendidas por el delito contra la seguridad vial, por la defraudación, por los daños, etcétera. Carecen de todo punto de la posición subjetiva pasiva del tipo de donde nace la legitimación procesal para acusar. No la tiene el perjudicado por serlo, siendo éste un concepto jurídico penal en absoluto equivalente -ni en la auténtica jurisprudencia ni en la autorizada doctrina científica- al de víctima u ofendido, que se ciñe al ejercicio de las acciones civiles, acumuladas o no al objeto penal. Pero es que siquiera pueden considerarse perjudicadas por el delito esas entidades aseguradoras o bancarias, las más usuales en estos ejemplos, cuando operan con la acción de repetición. Es la subrogación en la posición del perjudicado la que permite, y como mera acción civil, ejercitar sus derechos resarcitorios. En fin, subrogarse en la posición del perjudicado, que es lo único que puede hacer quien satisface al auténtico perjudicado, siquiera convierte a ese sujeto jurídico en perjudicado –mucho menos en víctima u ofendido por el delito–, sino en un simple demandante civil por subrogación, repitiendo la acción del auténtico perjudicado que, por demás, pudiera ser también víctima u ofendido por el injusto, y así legitimado activo penal.

 

9. La expulsión administrativa del inculpado impone el archivo de la causa penal

 

La expulsión administrativa, previa autorización judicial por encarte del expulsable en un enjuiciamiento criminal, no supone el archivo provisional hasta prescripción o definitivo de esa causa penal en curso por la que se ha autorizado la expulsión.

 

En absoluto corresponde al juez de instrucción o al juzgador penal valorar ni la corrección de la decisión administrativa tomada ni la posibilidad de su impugnación, que si tuviera lugar podría venir acompañada de la petición de suspensión de la ejecutividad administrativa, a resolver en sede jurisdiccional contencioso-administrativa, nunca criminal, normalmente constando como suele constar una resolución administrativa que decreta la expulsión de un imputado o un acusado. Suele ser procedente la autorización del órgano judicial penal por no advertir que la misma puede perjudicar el proceso penal en curso, todo ello de conformidad o sin apoyo del siempre preceptivo informe del Ministerio fiscal. Debe recordarse que no se trata de aplicar anticipada y erróneamente el art. 89 CP, pese a que algunos fiscales, precisamente, informan que consideran apropiado que “la pena” se sustituya por la expulsión; algo totalmente impropio cuando siquiera se ha enjuiciado al sujeto y se ignora si merece o no una pena, esto es, si sería penalmente condenado o absuelvo. No existe ninguna pena privativa que sustituir, dado que el interesado no ha sido todavía juzgado, a lo que de otro lado tiene perfecto derecho al margen de su situación administrativa. En tal sentido, ni existe norma alguna que imponga el archivo provisional de la causa penal por el mero hecho de que un acusado se encuentre en el extranjero, ni cambia este postulado que la salida de España lo sea por una expulsión administrativa. Naturalmente, la situación de ilegalidad administrativa, de no solventarse, impedirá el normal acceso a España, a los efectos de personarse al acto de su declaración como inculpado en sede instructora o en el mismo juicio oral, incluso cuando fuese viable en ausencia. En ese sentido, y al margen que el acusado pueda instar la comunicación por videoconferencia internacional desde su país, también puede pedir autorización de entrada para su comparecencia al juicio oral, para el que puede haber sido citado antes de llevarse a efecto la expulsión, todo ello a su propia costa y previa petición personal y expresa, con indicación de los datos necesarios para poder ordenar una conducción para su entrada, asistencia al juicio e inmediata salida del país. Se subraya, en definitiva, el mantenimiento de la posibilidad de instrucción y enjuiciamiento de los expulsados “administrativos”, muy especialmente cuando puede celebrarse el juicio en su ausencia al no pretenderse penas privativas de libertad superiores a dos años de prisión.