LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA Y EL DAÑO AL MEDIO AMBIENTE

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Buenas tardes amigos de Facebook, hoy voy a hablaros sobre la obsolescencia programada, un tema de muchísima gravedad para nuestro planeta y pese a ello con una insólita y deficiente regulación internacional, siatuación que debería ser catalogada como crimen a nivel internacional por los enormes daños que origina.

En palabras vulgares decir que la obsolescencia programada es un mecanismo que utilizan muchas empresas en sus productos para que éstos, pasado un tiempo, se estropeen. Puedes cuidarlos todo lo que tu quieras, al final dejarán de funcionar solos y tendrás que comprar otro producto sí o sí ¿Pero que ocurre con el que ya no sirve? Pues que lo tiramos ¿Y donde va a parar? ¿A quién le importa no? Nosotros con tirarlos en el contenedor amarillo donde pone «metales» nos quedamos tranquilos, sin saber que en muchísimas ocasiones toda esa basura acabará mezclándose y acabando en los gigantescos cementerios electrónicos (por ejemplo) de países como Africa y demás. Y que en contadas ocasiones se reutiliza.

Concienciados ya sobre el tema, decir que la obsolescencia programada, articulada como una estrategia empresarial diseñada a estimular un consumo constante, se encuentra sometida a una gran controversia cuando es analizada desde el plano medioambiental, si bien desde el prisma empresarial se la considera como un mecanismo óptimo caracterizado por incentivar una demanda continua de nuevos productos por medio de la creación de artículos con calidad finita y, a través de la utilización de una publicidad agresiva que genera en los consumidores cierto sentimiento de «desasosiego» ante la adquisición de objetos que en el mercado han sido rápidamente sustituidos por otros a pesar de que tan sólo tienen, en la mayoría de los casos, nimias e imperceptibles mejoras.

Incuestionablemente, la comentada táctica empresarial se caracteriza por ser significativamente efectiva para las corporaciones. No obstante, como ya hemos comentado, esta aseveración no puede extrapolarse al plano medioambiental en la medida en que la rápida sustitución de objetos ocasiona un daño innegable. En definitiva, la política de la obsolescencia programada supone un compromiso inexistente para con el medio ambiente y la comunidad humana, tal y como demuestran los grandes vertederos tecnológicos en los que se acumulan residuos procedentes de aparatos eléctricos y electrónicos cuya vida útil ha expirado.
Debemos subrayar, pues, que en estos basureros la obsolescencia programada juega un papel fundamental, ya que las grandes corporaciones planifican —como ya se ha explicado— la vida limitada de aquéllos con el objeto de hacerlos inservibles en un plazo relativamente corto de tiempo.

Ello empuja a los consumidores a realizar nuevas adquisiciones y provoca acto seguido la consiguiente lesión al medioambiente. No hay duda de que el alto número de escombros generados por las empresas en ciertos lugares del planeta producto de la comentada política empresarial hace del todo imposible una debida absorción y gestión de los mismos y, como no podía ser de otra manera, el daño —entre otros— al medioambiente y a la salud humana en estas controvertidas áreas es incuestionable. A modo de ejemplo resulta pertinente traer a colación la ciudad de Accra, capital de Ghana, la cual contiene el mayor basurero del continente africano. El inmenso cementerio electrónico ubicado en el mencionado país se ha gestado en gran medida por un consumo exacerbado procedente de países desarrollados que ha dado lugar a un problema de basura digital de grandes dimensiones.

A raíz de las observaciones anteriores, conviene indicar —a modo de resumen— que la política intencionada de caducidad anticipada de productos tecnológicos incentiva al usuario a consumir constantemente, reflejando no sólo el grado de manipulación en el que operan las grandes empresas, sino también el daño medioambiental generado, imposibilitando al final y desgraciadamente una gestión adecuada de los objetos desechados. En definitiva, una frenética producción, así como un consumo descontrolado altamente lucrativo, ocasiona —de forma irremediable— un daño medioambiental de envergadura.

En la actualidad, la regulación internacional es escasa y muy poco severa contra este tipo de comportamiento, aunque tambien reconocer que hahabido un aumento progresivo en la gravedad de las sanciones (aunque es tan lento que a este ritmo el planeta será un basurero electrónico antes de que podamos evitarlo)

Como ejemplos especialmente hirientes destacan:

– Los derrrames de petróleo masivos provocados por Shell, la compañía de petróleo y gas de la multinacional anglo-holandesa, en Nigeria, durante largas décadas. Cabe destacar en este caso que un tribunal federal de Nigeria, en el año 2010, emitió una sentencia de hondo calado conforme a la cual Shell Nigeria fue condenada a pagar alrededor de cien millones de dólares en concepto de daños y perjuicios a la comunidad de Ejama-Ebubu, tras el derrame de crudo ocurrido durante la década de los setenta. Dicha decisión estableció, además, que la recuperación de la zona debía constituir una prioridad con el objetivo de que la misma quedara como antes de que se produjeran los trágicos vertidos. Lo cierto es que la algarabía inicial surgida como consecuenciavde la condena impuesta se transformó, al poco tiempo, en un sentimiento amargo de decepción y frustración al comprobar, los habitantes de la citada comunidad, que la petrolera Shell no había, entre otras cuestiones, limpiado debidamente la zona.

La obsolescencia programada implementada por grandes compañías conlleva, como ya ha quedado expuesto, un compromiso inexistente para con el medio ambiente. Un claro ejemplo de ello son los enormes vertederos tecnológicos en los que se procede a la acumulación de residuos. A la vista de la magnitud de la situación generada por la referida estrategia empresarial conforme a la cual la rápida y programada ustitución de objetos no hace más que contribuir a gestar los referidos basureros, debemos recordar —muy tristemente— que las actuales medidas adoptadas a nivel internacional, como el Convenio de Basilea, se revelan claramente insuficientes.

Desde mi punto de vista parece necesario abogar por elevar a la categoría de crimen de Derecho Internacional dichas actuaciones.

Si finalmente la propuesta anterior prosperara, las cortes internacionales se verían legitimadas a ejercer su jurisdicción sobre ilícitos medioambientales de envergadura y, además, daría pie a que los Estado aplicaran el comentado principio de jurisdicción universal con el objeto de promover una investigación judicial de los mismos. Evidentemente, ello redundaría en una eficaz persecución de graves hechos delictivos ocasionados en perjuicio del medio ambiente. De igual modo, se transmitiría un claro mensaje disuasorio a todo aquel que contaminase de forma severa el medio ambiente. En cualquier caso, debemos resaltar que para propiciar la actuación de los sujetos anteriores y de las cortes supranacionales, es necesario modificar la principal legislación internacional.

Sea como fuere, si finalmente se produjeran los cambios normativos pertinentes, se advertiría el siguiente y considerable obstáculo: ¿cómo reclamar penalmente con base a la regulación internacional el daño causado al medio ambiente si el máximo responsable es una multinacional? Esta situación no presenta una fácil solución, ya que las disposiciones legales supranacionales en vigor no afectan a las corporaciones debido a que adolecen de personalidad jurídica en este ámbito.

A ello, debe sumarse la resistencia que éstas oponen cuando se les pretende responsabilizar de violaciones de normas internacionales. De hecho, son generalmente los Estados los que asumen las reclamaciones surgidas ante ilícitos graves perpetrados en su propio territorio. Así lo confirma la redacción de la Convención de Basilea conforme a la cual se establecen, fundamentalmente, obligaciones para ellos. Asimismo, debemos indicar que la legislación supranacional y los códigos de conducta dirigidos a las empresas se caracterizan por no ser imperativos. Todo ello conduce a un escenario de lo más paradójico, habida cuenta de la influencia que las corporaciones ejercen en el marco de las relaciones internacionales: son capaces, por un lado, de influir en distintos y diversos ámbitos y, por otro, gozan del privilegio de sortear su responsabilidad en el plano supranacional ante actividades o conductas lesivas. Son los llamados «nuevos leviatanes», los cuales, con sus actuaciones perjudican el medio ambiente, sin que ello conlleve ninguna sanción.

A mi modo de ver, todo ello, antes o después, deberá materializarse en la realidad, ya que la protección del medio ambiente debe ser una prioridad para la comunidad internacional; premisa que debe prevalecer frente a cualquier otra consideración, independientemente de quienes sean los culpables de su menoscabo.

Escribir este artículo me produce una gran impotencia y tristeza, pero el mundo a veces es una mierda (con perdón).

J.M.Martínez Miñarro

MIÑARRO ABOGADOS